Friday, September 26, 2008

La teoría arqueológica

Hace varios días atrás conversaba con una colega acerca de la orientación académica de la carrera y el contraste que ofrece con la realidad laboral del arqueólogo. Le decía que mayoría de los egresados reparte boletas en la arqueología de impacto ambiental y que si eso no era así, por lo menos andaba muy cerca de la realidad. Situación que, al menos en la Universidad de Chile, contrasta con los dos ramos anuales de teoría arqueológica, junto a tres seminarios bastante teóricos y a toda la formación teórica recibida junto a los estudiantes de las otras menciones. “Bueno, todo eso te lo hace ver la teoría”. Respuesta sorprendente que en forma implícita justificaba la formación teorizante recibida en los años de estudiante. Sorprendente por venir de alguien que considero infinitamente más realista que yo.

Más allá de lo que trasluce una anécdota me sorprende el carácter animista con que nos referimos a “la teoría”. En las discusiones del gremio se habla de “la teoría”. Que la teoría dice, que la teoría busca, que eso pasa en la teoría, etc. Sea cual sea la corriente, cada vez más gente habla de la teoría a veces como si fuera una suerte de constitución política y otras veces como si fuera una entelequia con capacidad para actuar por cuenta propia.

En arqueología las discusiones teóricas pocas veces se resuelven. La mayoría de las veces se agotan o se saturan. Algunos teóricos agotan y se agotan en el debate, después recuperan la energía y vuelven a la carga. Según mi parecer los cuestionamientos teóricos se justifican en la medida que permiten enfrentar situaciones y solucionar problemas, para eso podemos recurrir a un recurso exaltado por el Positivismo Lógico: la observación. La preferencia por la observación y lectura silenciosa de los temas teóricos facilita formular opiniones con precisión y de modo conciso. Incluso reviste un carácter ético: previene el arte erística, reduce la exposición al juicio fácil y detecta la vanidad intelectual.

Al mirar “desde fuera” el desarrollo de la teoría arqueológica resalta la cantidad de tiempo y recursos que se han destinado para desarrollar tópicos tales como “teoría”, “relación teoría-método”, “arqueología y política”, “arqueología y sociedad”, “arqueología y otras disciplinas”, etc. y en estas líneas pretendemos revisar algunas nociones básicas sobre la esfera teórica en arqueología. Sobre la base de Salazar et al. (2006) entiendo esta disciplina como el intento sistemático por comprender los procesos históricos mediante la descripción e interpretación de la cultura material. No debiera ser necesario señalar que este intento debe tener las características de una actividad científica.

En primer lugar podemos proponer que la arqueología funciona con el acoplamiento de dos coordenadas, que también pueden ser concebidas como dos coordenadas en las que se ubica no sólo el trabajo arqueológico, sino el de cualquier ciencia social. Nos referimos a las dimensiones heurística y metodológica. La dimensión heurística, es la instancia en la que se generan las construcciones teóricas o bien modelos formales que ordenan la información empírica. En cambio la dimensión metodológica es aquella donde se discierne que tipo de dato es significativo o no para la reconstrucción del pasado y cómo se debe obtener. Dicho discernimiento se hace a la luz de los criterios definidos por el o los modelos implementados a la hora de investigar. En otras palabras: la dimensión metodológica es el dominio donde se integran modelo y dato empírico. Por modelo estamos entendiendo una representación coherente y simplificada de un aspecto de la realidad, destinada a la sistematización de los datos empíricos. Cada arqueólogo, en la situación que sea, siempre podrá ser ubicado en dicho sistema y la coordenada heurística no sólo se expresa en una biblioteca, también al trazar la cuadrícula o al llenar el cuaderno de campo. Del mismo modo la coordenada metodológica estará presente en cualquiera de los momentos de la disciplina. Si no fuera así, generaríamos información filosófica y no arqueológica.

Daremos un segundo paso. En el mundo científico social existe una serie de perspectivas como el Marxismo, el Interaccionismo, el Estructuralismo y el Sistemismo. Independiente de sus orientaciones todas poseen al menos una característica común: ser conjuntos discursivos que inspiran o generan modelos para la investigación social. Existe una segunda característica: cada una de las investigaciones y modelos afiliados a una de estas perspectivas consideran más o menos los mismos elementos o rasgos de la sociedad a la hora de comprenderla. Al conjunto de discursos que posee estos dos rasgos en forma simultánea podemos llamar corrientes de pensamiento social. Modelo y corriente son cosas distintas. La noción de modelo lleva implícitas las ideas de “formalización”, “especificidad” y “depuración analítica”. Frente a esto, las “corrientes”, cada una en su integridad, nunca poseen estos tres rasgos en forma simultánea y total. Por ejemplo si se agrupan todos los textos clasificables como “marxistas” y se comparan entre sí, podría llegar a decirse que esta perspectiva posee incoherencias internas o conceptos polisémicos. La congruencia absoluta es la principal característica de los sistemas de pensamiento, sencilla razón por la cual una corriente no es lo mismo que un sistema ni tampoco un modelo.

Desde un punto de vista posicionado en las ciencias sociales las corrientes son valiosas en la medida que fundamenten y estimulen el diseño creativo de nuevos modelos para la investigación. Los modelos que poseen un grado de parentesco entre sí suelen integrarse a un programa de investigación que corresponde a un conjunto articulado de investigaciones específicas sobre un objeto o bien dominio considerado pertinente para las necesidades o intereses de quienes sostienen o bien propugnan dicho programa. El dinamismo generado en estos programas permite la interdependencia entre modelos, lo cual implica la integración de estos y por ende la generación de “modelos de modelos” que podemos denominar paradigmas. Un paradigma en una ciencia social puede también ser visto como un equilibrio dinámico entre una corriente de pensamiento y un dominio de investigación, aunque no necesariamente debe existir una correspondencia unívoca entre “una” corriente y “un” paradigma. De hecho una corriente puede inspirar a dos o más paradigmas. La arqueología analítica de Clarke y la arqueología conductual de Schiffer constituyen paradigmas distintos afiliados a una misma corriente, la sistémica.

Hasta este punto hemos esbozado una estructura discursiva que en un primer nivel define dos coordenadas, heurística y metodológica, y en un segundo nivel un conjunto entidades que podemos ubicar en esas coordenadas: corrientes, modelos, programas de investigación y paradigmas. Todos conceptos que podríamos seguir depurando, discutiendo y subclasificando hasta el infinito. Junto a esto debe señalarse que tal como está caracterizada dicha estructura discursiva pareciera, a simple vista, no haber lugar para el concepto “teoría”. Incluso podríamos tener la inmodestia de anunciar su abandono. En un ensayo donde se ofrece una perspectiva teórica sobre la arqueología resultaría paradójico ofrecer razones adjetivadas como teóricas para demostrar que el sustantivo teoría ya no procede. Los conceptos de uso corriente en las ciencias sociales no dependen de un decreto ensayístico sino de las convenciones y de la utilidad para designar uno o varios aspectos de la realidad. Por eso es que, entre otras cosas, un concepto constituye la forma más acotada de modelo. Los modelos que no son útiles desaparecen y el vocablo teoría continúa siendo útil en la disciplina, por ende revisar sus características y connotaciones resulta imprescindible en lugar de desarrollar una especificación milimétrica de conceptos que incluso podrían ser vistos como auxiliares.

La etimología ayuda cuando no amarra y siguiendo a Ferrater Mora (1994) podemos citar un inevitable antecedente griego: el verbo teoréo o teo-rein, concepto que englobaba las ideas de “observar” y “mirar”. Debe precisarse que en el mundo griego dicho verbo se refería originalmente a la actitud del espectador durante los juegos y festivales públicos. Aquí tenemos dos implicancias. En primer lugar este verbo conlleva una actitud de no intervención en el fenómeno observado y en segundo, un grado de subjetividad y estética. La dicotomía entre la reflexión fría y la sensibilidad como algo irracional pareciera ser más bien tardía dentro de la Antigüedad y sin lugar a dudas, pasó posteriormente al cristianismo medieval. Ferrater Mora (1994) también señala que el verbo teo-rein podía entenderse como “considerar” o “contemplar” y en ese sentido podría asimilarse a la expresión latina “contemplari”. Ahora bien, en lenguas romances la expresión “contemplar el paisaje” es una cosa y una expresión del tipo “esta ley contempla” es otra cosa, razón por lo que podemos deducir que el concepto latino “contemplari” o “contemplatio” encerraría dos connotaciones y permitiría dos usos bien diferentes.

Coherentemente con lo anterior, en las lenguas romances la “teoría” se asoció a lo racional y sistemático mientras que la “contemplación” se vinculó a lo estético y emotivo. Es evidente que en el mundo de las ciencias sociales la teoría se asemeja más a “esta ley contempla” que a “contemplar el paisaje” y en la arqueología latinoamericana junto a la connotación racional de la palabra “teoría” son comunes las expresiones del tipo “posicionamiento y discusión teórica”, “crítica teórica”, “problematizar teóricamente”, etc., expresiones que parecieran estar lejos de una actitud contemplativa o bien pasiva. Por otro lado, el uso del concepto teoría entre los arqueólogos posee dos nociones implícitas. Una es la de ideas sistematizadas y la otra es que estas ideas sistematizadas poseen un grado de abstracción con respecto a la realidad. En esa “abstracción” quedaría parte de la idea griega de teo-rein como “no intervención”, pero desde el punto de vista del manejo corriente de nuestra lengua las cosas que se dan “en teoría” suelen estar alejadas de la realidad y no necesariamente mirando hacia ella, más bien al contrario. Esto representa un condicionamiento que no debe ser ignorado, aunque nos refiramos al uso del término en ambientes académicos o bien profesionales.

Según la definición que aparece en http://rae.es/rae.html, web de la Real Academia de la Lengua Española, la palabra teoría posee tres significados. El primero dice “conocimiento especulativo considerado con independencia de toda aplicación”, el segundo “serie de las leyes que sirven para relacionar determinado orden de fenómenos” y el tercero “hipótesis cuyas consecuencias se aplican a toda una ciencia o a parte muy importante de ella”. Las tres definiciones mantienen un grado de parentesco entre sí debido precisamente a la presencia implícita de las dos nociones mencionadas en el párrafo anterior. La primera definición se asemeja a lo que entiendo como sistema de pensamiento y puede correctamente usarse en alusión a la filosofía o a la teología. Las definiciones segunda y tercera se asimilan respectivamente a dos términos considerados en la estructura discursiva ya propuesta: modelo y paradigma. Esta situación implica que una persona puede hacer un uso coherente del castellano usando la palabra teoría para designar lo que en estas páginas se ha denominado sistema, modelo y paradigma. Incluso en el lenguaje académico la palabra teoría es también usada para referirse a lo que aquí se entiende como corriente de pensamiento. Nadie puede desconocer que “teoría” se usa indistintamente en los sentidos de corriente, paradigma, modelo y sistema de pensamiento, pero tal polisemia no nos permite establecer distinciones finas en la conceptualización de una disciplina, por lo que las distinciones realizadas entre dichos términos no sólo son válidas sino también necesarias. Sin embargo, todos estos términos sirven para denotar construcciones teóricas hipotéticas, vale decir, ideas articuladas de manera coherente que intentan explicar o bien interpretar algún dominio. Así se entiende cuando afirmamos “según la teoría de Patterson el estado surge de la siguiente manera” o “la evolución no es una teoría sino una realidad”, o también “sobre el poblamiento americano nada concreto, sólo teorías”. Resulta innegable que en estos tres ejemplos se haga un uso correcto del castellano y que cualquier arqueólogo entienda lo que se dice. Pero sobre la base de lo expuesto en los párrafos anteriores resulta más preciso hablar de hipótesis, modelo o paradigma para referirnos a este sentido del término teoría.

Otros sentidos del término pueden encontrarse cuando hablamos de la teoría con apellido, que en nuestro caso concreto corresponde a la teoría arqueológica. Una forma de entenderla es corriente y aceptada: teoría arqueológica constituye un conjunto elemental –un vocabulario- de conceptos propios de la arqueología y que permite desarrollar nuestra disciplina. Es un glosario básico y coherente que va modificándose y enriqueciéndose de propuesta en propuesta. Ya sea en la propuesta de Bate o la de Hodder, este glosario emana tanto de la confluencia entre las dimensiones heurística y metodológica, como también de la capacidad reflexiva mostrada en la heurística. Resulta absolutamente factible hacerse entender en el gremio hablando de la teoría arqueológica según este concepto. Sin embargo, al considerar las características que el debate teórico ha mostrado en nuestra disciplina durante estos últimos años y los antecedentes previamente expuestos, creo oportuno sugerir una segunda acepción para el término y que engloba a la anterior: la interdependencia dinámica entre los distintos dominios denotados por los términos que aquí se han revisado. O sea, teoría arqueológica corresponde a la relación sinérgica entre modelos, corrientes, paradigmas y programas de investigación al interior de la dimensión heurística de la arqueología. Lógicamente los efectos de esta relación sinérgica se harán sentir en la dimensión metodológica y entonces quedamos capacitados para comprender por qué decimos que la "teoría entrega", que la “teoría dice”, que “la teoría ignora”, que eso “pasa con la teoría”, etc. Independiente de cualquier rigidez conceptual, es posible también concebir a la teoría arqueológica como una realidad dinámica y quienes la practican desde Bate a Politis no la definen a modo de conclusión sino que la generan a la par que desarrollan el debate y ordenan el pensamiento disciplinario.

Se partió señalando la importancia de la observación como actividad que posibilita la reflexión teórica. Se mencionaron sus ventajas éticas, pero también es justo rescatar la dimensión estética del antiguo vocablo griego. Sin embargo la etimología no nos debe encarcelar. Cualquier observación es activa de momento en que implica atención y un acto de voluntad. La reflexión conlleva ideas articuladas pero la articulación lógica es también una forma de armonía. Incluso la relación es recíproca: toda armonía conlleva forzosamente una lógica y entonces teoría sin apellido corresponde a aquella actividad donde la observación atenta se sigue de una reflexión armónica inspirada por lo observado. Es una práctica intelectual que integra la contemplación y la comprensión de fenómenos, pudiendo ser filosófica o científica. La teoría arqueológica corresponde a la integración dinámica entre las estructuras conceptuales que conforman la arqueología, situación que forzosamente implican la observación y reflexión sobre dichas estructuras, ya sea en sí mismas o en relación con el entorno.

De este modo la teoría, con o sin apellido, siempre será una práctica. El debate quizás sea una de las formas más expresivas de su desarrollo y el silencio en los discusiones no significa desconocimiento de la teoría. Por eso se equivocan quienes consideran la discusión y la crítica como las únicas vías para profundizar la teoría arqueológica. También quienes observan a un arqueólogo haciendo descripciones rigurosas e inmediatamente asumen que no tiene idea de teoría. Del mismo modo en que escuchar es imprescindible dentro de una conversación, el silencio contemplativo es igualmente necesario en la teoría arqueológica. Observar el debate de manera reflexiva y silenciosa no es sólo una forma de vivir la teoría arqueológica, es exactamente la práctica que en última instancia posibilita su existencia.


Referencias

Ferrater Mora, José, 1994, Diccionario de Filosofía. Primera edición aumentada y actualizada, Ariel, Barcelona.

Real Academia Española.Diccionario de la lengua española. Vigésima segunda edición. Disponible en http://www.rae.es/rae.html, página visitada el 15 de agosto de 2008.

Salazar, D., D. Melero, C. Jimenez, 2006, Los últimos 200 años en Conchi Viejo y San José del Abra (II región): reflexiones desde la arqueología histórica y la etnografía. Actas del XVI Congreso Nacional de Arqueología Chilena 227-237.

Monday, September 08, 2008

Vigencia del empirismo

Todo pensamiento es ya una experiencia, pero no toda experiencia es un pensamiento.

Thursday, September 04, 2008

Razón, racionalidad y la evolución histórica de Occidente

“La razón a la que consultamos es una Razón universal (…) una Razón inmutable y necesaria (…); si es cierto que es inmutable y necesaria, no es diferente de la de Dios.” (Malebranche en Foulqué, 1967).


Los buscadores de Internet son un verdadero panóptico en el sentido de Focault y permiten obtener una rápida medida de la relevancia de un término o tópico. Un ejercicio de búsqueda en http://www.google.cl/ nos permite encontrar nada menos que setenta y un millones de páginas en donde se menciona la palabra “razón”. No hay que ser muy observador para darse cuenta que es un término absolutamente aceptado y usado en castellano. Tampoco hay que ser filósofo o lingüista para verificar que se puede utilizar correctamente en distintos sentidos. Estas dos características, recurrencia y polisemia, permiten como mínimo suponer que es un vocablo de importancia en nuestra cultura. Considerando esto, llenamos nuevamente la entrada con una expresión entre comillas: “el concepto de razón”. Resultó que la expresión aparece en doce mil páginas de Internet. Cifra ostensiblemente menor que la anterior, pero igualmente importante, y significa que en más de diez mil ocasiones se ha intentado abordar el término con algún grado de profundidad, por lo menos en la red. Entonces me di el trabajo de visitar algunas páginas encontradas y examinar qué decían.

Pese a la diversidad de planteamientos y enfoques, resulta posible identificar algunos hilos conductores y rasgos sobresalientes. Por ejemplo, entre los recursos didácticos de la página de la Sociedad Andaluza de Educación Matemática (http://thales.cica.es/rd/) hay un apartado cuyo título dice “La Razón” y en donde se afirma categóricamente que “el concepto de razón es el término que ilumina, determina y configura los grandes acontecimientos de la época moderna”. En las distintas páginas es posible seguir los lugares comunes que se han venido generando en la intelectualidad occidental con respecto al tema, entre ellos se dice que la Edad Media se caracteriza por el predominio de la fe, que la razón es predominante en la Modernidad, y que la llamada Postmodernidad conlleva un cuestionamiento profundo de las posibilidades reales de la razón. Algunos de estos lugares comunes se hallan implícitos en muchas de las discusiones generadas en el campo de la antropología y han condicionado algunas perspectivas sobre la historia y diversidad cultural, pero en términos generales la antropología chilena ha realizado pocos esfuerzos serios por indagar el concepto mismo de razón y de examinar sus implicancias dentro del devenir de Occidente.

Como escribimos en castellano, un buen punto de partida lo constituye el diccionario de la Real Academia Española (http://www.rae.es/rae.html). Para el término razón aparecen 11 acepciones distintas, 13 conceptos compuestos, y 27 dichos o expresiones en las que se emplea. No sería apropiado revisarlas una por una, pero a modo de síntesis puede decirse que todas las acepciones poseen dos rasgos comunes: en primer lugar, la noción de una facultad intelectual (e.gr. razonar) y en segundo, la noción de un orden coherente que se expresa en ideas, argumentos, proporciones numéricas, conversaciones, etc (e.gr. "él tiene razón"). Evidentemente el término acusa una raíz latina. Según el Diccionario de la Sociedad Francesa de Filosofía (1953) no está claro el sentido original de la palabra ratio, pero probablemente estaría vinculado al término ratus, participio de reor, que habría sido usado como “creer” y también “pensar”. Antes de la época clásica ratus pareciera haber significado “cálculo” y “relación”. Por su parte en el Diccionario del lenguaje filosófico de la Editorial Labor (1967) se dice que ratio deriva de reri, calcular, contar y, por extensión, también pensar. En consecuencia, la palabra ratio tuvo dos sentidos íntimamente relacionados entre sí: uno es la noción de “pensamiento” y otro es la idea de “medida” o “ración” existiendo una clara homología semántica con la palabra "razón", tal como se desprende de las acepciones revisadas en la web de la RAE.

Se sabe corrientemente que la tradición griega generó el término logos, comúnmente traducido al castellano como razón, aunque según el Diccionario de la Editorial Labor (1967) correspondería más bien a la facultad de razonar discursivamente, o sea de combinar conceptos y proposiciones. De ahí que se le traduzca también como “fundamento” o “propósito”. En el diccionario de J. Ferrater Mora (1988) se plantea que logos puede ser entendido como un sustantivo de légein, que corresponde al decir inteligible, en donde los conceptos constituyen voces significativas y coherentes. Según dicho autor la concepción griega lleva implícita la idea que la realidad posee un fondo comprensible y que se puede abordar y enunciar. De este modo se entiende que logos aluda por un lado a una facultad intelectual y por otro al orden o fundamento de la realidad.

Como vemos ratio y logos poseen cierta afinidad, pero también connotaciones distintas. Sin embargo, el gran orador Cicerón entendió logos como ratio y además lo planteó como la diferencia específica del género humano, especialmente en el sentido de facultad del intelecto. Durante el Medioevo como puede suponerse, la idea de ratio como facultad del intelecto y característica específica de la humanidad se combinó con las nociones cristianizadas de “alma” y “espíritu”. Sin entrar en el detalle de la filosofía medieval, quiero destacar la distinción establecida por Santo Tomás entre ratio e intellectus. Según el doctor angélico “aunque el intelecto y la razón no sean dos facultades diferentes, sacan, sin embargo, su nombre de actos diversos: el intelecto, de la íntima penetración de la verdad; la razón, de la indagación y del pensamiento discursivo” (en Lalande, 1953, p. 1078, el destacado es nuestro). En la perspectiva de Santo Tomás el intelecto jugaría un rol receptivo y corresponde a lo que en castellano se denomina “entendimiento”, mientras que la razón tendría el papel activo, tanto en la búsqueda del conocimiento como en la argumentación. Esta distinción entre la razón y el entendimiento inevitablemente trae a la memoria el pensamiento de Kant, quien en su propia obra demuestra haber conocido bastante bien las ideas de Santo Tomás. Según Ferrater Mora (1988), Kant consideró al entendimiento como la capacidad para colocar los datos de la sensibilidad en las distintas categorías, mientras que la razón toma el conocimiento desde el entendimiento y construye las ideas. Al igual que en Santo Tomás, ésta en Kant tiene preponderancia que sobre aquel.

En este punto resulta prudente recapitular las acepciones hasta ahora vistas del término razón. En primer lugar se entiende razón como una facultad para entender, desarrollar y construir ideas, y en segundo lugar se asume que constituye una capacidad específica del género humano. También se considera la razón como “fundamento” tanto de argumentos como de una realidad, así como “propósito” de algo, en acepciones del término que apuntan al antiguo concepto de logos. Por otro lado, al considerar “razón” como “argumento-fundamento” podemos pensar en estructuras coherentes y proporcionadas, lo que se relaciona con ratio en el sentido de ponderar, medir o “racionalizar”. De este modo, por ejemplo, se entiende la economía como una actividad donde se recurre al cálculo para “racionar” los insumos, reducir los costos y maximizar las ganancias.

Existe una última acepción que concentra sobre sí todas las acepciones anteriores. Se expresa muy gráficamente cuando se habla de “La Razón”, con mayúscula. Aquí se la asume como un rasgo universal que trasciende situaciones e individuos. Este es un concepto absoluto donde "la" razón concentra sobre si las características de un sujeto y se auto-categoriza. Esta acepción, que constituye un rasgo central de las llamadas corrientes racionalistas, permite a quienes las adhieren mirar con aires de suficiencia todo aquello calificado de no racional, o mejor dicho: lo que estos racionalistas catalogan de no racional. En sus distintas variantes, el racionalismo respira un aire dogmático y maneja un lenguaje categórico a tal punto de provocar reacciones intelectuales apasionadas que muchas veces intentan ir en contra de cualquier asomo de totalitarismo racional. Pero el problema es que estas corrientes, "críticas" y "postmodernistas", toman posición en un extremo del escenario definido por “La Razón” cambiando la trama, pero no la escenografía. En otras palabras, las corrientes postmodernistas fallan en la configuración de una perspectiva genuinamente nueva porque están llenas de vocablos, tópicos, nociones y hasta de los lugares comunes del pensamiento moderno, cayendo no pocas veces también en el absolutismo.

Habíamos citado un recurso escolar donde se afirma que “el concepto de razón es el término que ilumina, determina y configura los grandes acontecimientos de la época moderna”. Una autora contemporánea como A. Hernando G. no tendría problemas en reconocerlo y añadiría que durante la Postmodernidad el eje de Occidente ha dejado de ser la razón y ha pasado a ser el sujeto. Lejos de tomar postura en la dualidad modernismo/postmodernismo, me llama la atención el carácter animista que se le atribuye a un concepto, al punto que “ilumine, determine y configure” nada menos que los “grandes acontecimientos” de todo un período de la Historia. Hasta donde sé, los acontecimientos de un período histórico están determinados por la interacción de grupos e individuos orientados por intereses ideológicos, económicos o bien políticos y no por un concepto concebido al modo de entelequia. Cuando se plantea explícitamente que la razón es la diferencia específica del género humano, al mismo tiempo se está planteando de manera implícita que los otros animales están privados de ella. Del mismo modo cuando en los textos escolares se asocia unívocamente la razón a la Modernidad suele señalarse que el Medioevo estuvo asociado a la fe, lo que implícitamente equivale a afirmar que la Edad Media constituye una época no racional. Críticos y defensores de la Modernidad provenientes del mundo antropológico escasamente se han dado cuenta que si consideramos al Medioevo como no racional también deberíamos considerar a las culturas precolombinas como no racionales por estar fuera de la Modernidad, e incluso cualquier manifestación de la cultura que no encaje con las pautas definidas por la Ilustración.

Todas las culturas desarrollan racionalidades y desde San Justino en adelante la Cristiandad realizó esfuerzos incluso obsesivos por integrar la fe y la razón en un solo discurso coherente (cf. Vidal 2001, 2004). Desde un punto de vista antropológico acciones como una peregrinación o incluso un proceso inquisitorial obedecen a racionalidades específicas, al igual que la captura y reducción de cabezas trofeo en latitudes cercanas a la nuestra. Consecuentemente, desde un punto de vista émico como también estructural podemos señalar que la razón fue importante en el Medioevo y durante dicho período ésta fue postulada como uno de los rasgos distintivos de la humanidad frente a los animales con la misma fuerza con que se defendían los dogmas religiosos.

Entre los lugares comunes de la intelectualidad occidental suele creerse que “La Razón” fue generada por el mundo grecorromano pero luego cayó bajo el peso del dogmatismo medieval hasta ser redescubierta por el Renacimiento y desarrollada al máximo por la Ilustración. A la luz de los antecedentes considerados resulta más lógico pensar que la filosofía aún creyente de Descartes no necesariamente implicó un redescubrimiento del concepto de la razón sino más bien una continuación lógica dentro de evolución del pensamiento previo, del mismo modo en que el arte renacentista no es otra cosa que la última etapa dentro de la evolución del arte medieval.

Hasta el surgimiento de la etología y de la neurociencia la asociación exclusiva entre humanidad y conducta racional constituía un supuesto absolutamente razonable, pero que correspondía al dominio de las especulaciones metafísicas, ámbito en donde el pensador ilustrado como también el teólogo medieval depositaba su fe y podía mostrar igualmente manifestaciones de dogmatismo. Es evidente que el concepto moderno de razón llegó a la Ilustración desde la Edad Media según una continuidad histórica y social inevitable, y no de un cambio radical gatillado por la lectura de los textos griegos redescubiertos por los renacentistas, que sin embargo influye.

Cuando pienso en el verdadero porcentaje de representatividad que tuvo el movimiento ilustrado en las sociedades europeas y cuando observo a las fuerzas conservadoras imponiéndose a las liberales como resultado de las guerras napoleónicas, puedo pensar en cualquier cosa menos en el carácter revolucionario sino más bien conservador de la llamada Modernidad. Sin embargo, creo que entre la caída de Constantinopla y el fin de la Guerra Fría efectivamente operan cambios paulatinos en la racionalidad occidental y que esos cambios explican el hecho indesmentible que ya no vivamos en el Medioevo desde hace varios siglos. Para visualizar dichos cambios desde un punto de vista interpretativo hay que considerar algo que denomino sintagma de racionalidad. Este sintagma o estructura constituye el núcleo de un paradigma sociocultural y se compone de una ontología o concepción coherente sobre las esencias del ser humano que determina una teleología o direccionalidad histórica implícita en dicha ontología. Esta teleología puede corresponder a un proyecto político que como tal implica un "deber ser" y por ende, un contenido ético. Un ejemplo nos ayuda: la Cristiandad medieval fue un paradigma sociocultural que implicó una concepción del ser humano u ontología, en la cual la especificidad de la razón ligada al espíritu jugaba un rol de importancia. Las características fundamentales atribuidas por la cristiandad al ser humano, implicaban un sentido y una dirección de los tiempos hacia el Reino de Dios, o sea, una teleología específica. Entre la ontología humana y el fin último de la Historia mediaba un proyecto político que podía traducirse en un catolicismo pro-pontífice o pro-imperio y este orden socio-político implicaba un deber ser o ética para los actores sociales. Sobre la base de ésta se asentaba, evidentemente, un conjunto de pautas de interacción a distintas escalas. La argamasa simbólica que mantenía unida estas partes corresponde a lo que en otro artículo hemos denominado paradigma pantocrático (Calvo, en prensa).

La desarticulación del edificio de la cristiandad no fue repentina y ni siquiera ha terminado del todo, pero en los vacíos y dominios no diferenciados que fue dejando dicha desartuculación germinaron dos nuevos paradigmas socioculturales. Así la Ilustración implicó una ontología "racional" del ser humano que en gran medida fue herencia del Medioevo, aunque le pese a más de algún iluminado. Visualizó una teleología o direccionalidad histórica expresada en un proyecto político republicano y una ética centrada en el respeto y promoción de las libertades individuales. El Marxismo, a su vez, planteó un concepto de Hombre u ontología humana que implicaba un curso de la historia hacia el comunismo mediante un proyecto político de carácter socialista y la adopción de una ética basada en la responsabilidad colectiva.

En los tres paradigmas mencionados la relación con la alteridad resulta conflictiva. Llámense infieles, irracionales o contrarrevolucionarios, quienes no comparten la racionalidad definida por el paradigma sociocultural deben ser rápida o lentamente reducidos a los términos definidos por éste, situación que también forma parte del programa político. La llamada Guerra Fría no es otra cosa que la confrontación entre los dos principales paradigmas socioculturales generados en los vacíos dejados por la entropía y desarticulación de la Cristiandad. Estos paradigmas confrontados paradójicamente poseen el mismo sintagma de racionalidad: una ontología que determina una teleología.

El paradigma sociocultural visible tras la caída de los socialismos reales es distinto de los anteriores y no reconoce explícitamente la existencia de una estructura determinista que ligue una ontología humana con una teleología o direccionalidad de la Historia, dado que renuncia precisamente a fijar algún tipo de esencia en cualquier nivel. Asume que el mundo es aleatorio y conlleva una ruptura con los paradigmas citados, un cambio radical en el sintagma de racionalidad y por ende una nueva etapa histórica. Una de sus grandes características es que tolera cualquier régimen político mientras externamente se integre los mercados mundiales bajo los principios de la economía de mercado e internamente entregue un mínimo de garantías a sus actores sociales. De este modo, la ética pasa por el respeto de la alteridad condicionado a que la alteridad respete las reglas del juego. Se distingue particularmente del paradigma ilustrado porque integra elementos discursivos de otros paradigmas e incluso los tolera y valora explícitamente como parte de la diversidad o como indicadores de complejidad.

Debido al advenimiento de este nuevo sintagma en la racionalidad occidental, he concebido lo que corrientemente se denomina “Modernidad” como una etapa de tránsito entre el fin de la hegemonía de la Cristiandad y el advenimiento de la Sociedad red. En ese sentido no es la Edad Media un período de tránsito entre la Antigüedad y la Modernidad, sino que la Premodernidad una etapa que “media” entre la Cristiandad y la verdadera Modernidad o paradigma de la Sociedad red. El paradigma ilustrado es un embrión que ha ido creciendo y modificándose durante un largo embarazo premoderno hasta transformarse definitivamente en su parto, acaecido en octubre de 1989. Por eso es que la racionalidad moderna no muere con la caída del muro de Berlín, sino que al contrario: está más viva que nunca y la Postmodernidad nunca ha existido.

Referencias

Calvo, G.Los orígenes del Cristianismo: una mirada antropológica. Manuscrito en posesión del autor.

Fernández, M., A. García, M. A. López.La razón en La Revolución Francesa: un enfoque multidisciplinar. Disponible enhttp://thales.cica.es/rd/Recursos/rd99/ed99-0257-01/razon.html, página visitada el 23 de agosto de 2008.

Ferrater Mora, J.1979 (1988) Diccionario de Filosofía. Alianza Editorial.

Foulquié, P. (director)1967 Diccionario del lenguaje filosófico. Traducido por César Armando Gómez. Editorial Labor S.A., Barcelona.

Lalande, A. (editor)1953 Vocabulario técnico y crítico de la Filosofía. Traducido por un conjunto de profesores bajo la dirección de Luis Alfonso. Editorial Librería “El Ateneo”.

Real Academia Española.Diccionario de la lengua española. Vigésima segunda edición. Disponible en http://www.rae.es/rae.html, página visitada el 23 de agosto de 2008.

Vidal, G. 2001. Retratos de la antigüedad romana y la primera cristiandad. Editorial Universitaria, Santiago.Vidal, G. 2004. Retratos del Medioevo. Editorial Universitaria, Santiago.