Friday, August 22, 2008

Un sofisma de origen griego (¿otro más?)

En cierta ocasión has escuchado decir “quien nada duda, nada sabe”. Me pregunto si los grandes conocedores de cualquier tema, física, biología, geografía, arte, etc. ¿serán personas que llegaron al conocimiento dudando o sencillamente porque su tema les interesaba y les causaba agrado investigarlo? ¿Puede la duda ser el origen del conocimiento? Claro que sí, pero la mayoría de los investigadores que conozco estudian porque sienten curiosidad por lo estudiado y porque disfrutan investigando. La duda puede ser útil, pero nunca imprescindible para el conocimiento. El que desarrolla el conocimiento planteándose dudas lo hace porque disfruta dudando y porque ese ejercicio le permite satisfacer su curiosidad. Duda y curiosidad son cosas distintas o por lo menos según el uso correcto del castellano, idioma en que pensamos.

Monday, August 18, 2008

La supervivencia del paganismo en el Bajo Imperio Romano

El historiador G. Vidal en su ameno libro “Retratos de la antigüedad romana y la primera cristiandad” (2001) desarrolla una serie de temas no sólo interesantes, sino también imprescindibles para quien intente comprender la evolución histórica de la tradición romana. Entre otras cosas el autor explica las condiciones que posibilitaron la entrada del cristianismo en la Urbe. En su texto se habla del desgaste de la religión oficial durante el siglo I d.C. y se recalca el carácter cívico del culto estatal. Se afirma que si “algún romano participaba en sus ceremonias era por patriotismo y no por devoción. Y si alguien aspiraba a la dignidad sacerdotal, era simple y sencillamente porque formaba parte de de currículum de toda prometedora carrera política” (p. 152). En el texto se halla implícita la idea corriente, pero no menos cierta, que la religión constituye un mecanismo de integración para la sociedad y en el caso de un imperio aún expansivo en aquel siglo, dicha necesidad se satisface en la esfera pública y estatal. De este modo los romanos “que en privado podían reírse a gritos de sus propios dioses, hacían de ellos una cuestión nacional cuando se les lanzaba un desafío público” (p. 173).

Según la perspectiva del autor “la religión romana no ofrecía luz ante los sufrimientos de la vida ni daba esperanzas ante las incertidumbres de la muerte; no parecía capaz de enfrentar al hombre ante el misterio ni mucho menos seducirlo con la experiencia fascinante de la trascendencia” (p. 153). Situación frente a la cual los cultos orientales llenarían un vacío de sentido en la sociedad romana y contribuirían a satisfacer las inquietudes espirituales del ciudadano promedio. La ausencia de una fe sincera hubiese creado las condiciones para el avance de una religión, la cristiana, cuyos miembros fueran lo suficientemente comprometidos como para incluso morir proclamando su fe. El testimonio y la persistencia de los cristianos hubiesen fortalecido a la Iglesia y motivado nuevas conversiones al punto de llegar a contar con el emperador entre sus filas. Esta perspectiva resulta coherente con la visión que los textos sobre historia del cristianismo han sostenido tradicionalmente acerca de los orígenes. Asimismo suele mencionarse también el intento de Juliano II, el "apóstata", por restaurar el culto oficial, caracterizándosele como un intento estéril por hacer que la Historia echara pie atrás.

Hay tres hitos que deseo destacar. En primer lugar el llamado Edicto de Milán (313) que declara la libertad de culto para los cristianos. En segundo lugar el gobierno de Juliano (361-363) y en tercer lugar el edicto de Tesalónica (380), mediante el cual se declara al cristianismo en su modalidad católica como religión oficial y excluyente para el Imperio. Por “modalidad católica” estamos entendiendo la adherencia a las disposiciones establecidas por los concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381). Más allá de la precisión en el lenguaje deseamos puntualizar que la secuencia de estos tres hitos permite hacerse la idea de un cristianismo pujante que hubiera terminado por sepultar al llamado paganismo, cuyas debilidades junto a la falta de devoción sincera hubiesen terminado por hacerle colapsar.

En el mismo texto de Vidal se menciona al senador Símaco, miembro de la gens Aurelia, que a fines del siglo IV se manifestó a favor de conservar la estatua de la Victoria en la curia del Senado, al igual que “el culto que puso el mundo a nuestros pies y los sacrificios que alejaron a Aníbal de nuestros muros” y que este tipo de manifestaciones podía “tratarse de movimientos espasmódicos, pero eso no implicaba que no fueran vehementes” (p. 256). En esa vehemencia reconocida por Vidal puede respirarse cualquier cosa menos la falta de apego y devoción. En “La ciudad de Dios”, San Agustín entrega una comprensión cristiana sobre la debacle del Occidente romano y rebate la idea de hombres como Símaco que veían al reemplazo de la religión tradicional por el cristianismo como causa de la descomposición sociopolítica. Un credo mortecino sencillamente no hubiese generado una corriente de opinión de suficiente envergadura como para captar la atención del obispo de Hipona y hacer que éste dedicara páginas de su colosal obra a rebatirla.

Vidal en su otro texto “Retratos del Medioevo” (2004) señala que a comienzos del siglo VI, o sea más de un siglo después del Edicto de Tesalónica, las influencias cristianas “no del todo asimiladas, se mezclaban profusamente con las antiguas costumbres paganas” (p. 15). También menciona que en la cima de Montecasino, donde se establecería el núcleo fundacional de la corriente benedictina, existía un antiguo templo de Apolo y que en las proximidades también “había un bosque dedicado al culto de antiguas divinidades y en aquel tiempo todavía quedaban paganos dispuestos a ofrecerles sacrificios” (p. 19). Por último, se menciona que durante el gobierno de Justiniano (527-565) se ordenó que todos los habitantes del Imperio recibieran el bautismo. Como resultado de esta medida hubo 70000 personas que recibieron el sacramento de manera obligada (p. 42).

Desde un punto de vista interpretativo lo que vemos es un intento sistemático de la autoridad política por cristianizar las estructuras y los dominios imperiales, tal como se manifiesta claramente en el Edicto de Tesalónica y en la política de Justiniano. Asimismo es posible pensar que la restauración de Juliano fracasó al menos en parte por la pronta muerte del emperador. La evangelización de Roma desde las estructuras del estado puede compararse con la introducción colonial del cristianismo en Andinoamérica. En cada ayllu los habitantes recibieron el bautismo por decreto y durante el siglo XVI el culto a las huacas y a los cerros sagrados estaba absolutamente lejos de extinguirse por razones internas. El modo en que el culto al santo patrono de cada poblado se acopló a los cultos preexistentes nos habla más bien de una gentilidad poseedora de una fuerte base popular y con capacidad para encontrar canales por donde expresarse dentro de la cristianización obligada. Una primera hipótesis sobre la evolución del paganismo en el Bajo Imperio señala que dicha religión seguía representando una devoción viva y sincera en varios sectores de la sociedad romana incluso cuando asomaba el Medioevo, y que el sentimiento popular canalizó el culto pagano bajo formas cristianas desde el siglo IV en adelante. Huelga señalar que en esos canales tenemos el origen, entre otras cosas, del culto a los santos patrones, cuyas advocaciones traían a la memoria los diferentes atributos de las antiguas deidades romanas. Incluso la temprana imaginería mariana es, como mínimo, similar a la producida por el anterior culto de Isis.

Una religión que agoniza no requiere de decretos imperiales para desaparecer, sencillamente muere por sus propias insuficiencias. Si el paganismo, entonces, gozó de buena salud ¿cómo explicar la entrada del Cristianismo a Roma? Y ¿quien explica lo qué hacía Isis en los altares romanos? La respuesta radica en dos dominios: las características de la religiosidad romana y las necesidades de la sociedad urbana. Según de Waal (1975) los dioses romanos corresponden a divinidades de atributos, lo que significa que cada una de las facetas de la vida tenía una o varias divinidades asociadas. El amor, la guerra, los cereales, etc. La relación con las divinidades seguía las formas de la reciprocidad: acciones de culto como sacrificios y plegarias eran compensadas con favores concedidos a los humanos. A esto se añade una segunda característica propia de las religiones de la Antigüedad: aceptar la existencia de un dios no necesariamente implicaba su adoración. Tras siglos de confrontación entre cristianismo, Islam y Judaísmo en Occidente suele considerarse que aceptar la existencia de una deidad implica realizar acciones de culto hacia ella o bien rechazar el culto a otras. Esa es una lógica que funciona en el caso de los cultos excluyentes, pero en los sistemas politeístas la percepción del mundo divino obedece a una estructura conceptual diferente. Vamos a poner el ejemplo de dos ciudades hipotéticas: A y B. Los habitantes de la ciudad A adoran al dios a´ y se enfrentan a la ciudad B que posee su propia deidad tutelar: b´. Si A vence a B en una guerra la situación puede ser interpretada como la victoria del dios a´ sobre el dios b´. La historia antigua está repleta de situaciones como esa, en las que, para denostar al dios b´, los habitantes de A deben implícitamente reconocer su existencia.

En el caso de Roma no hay signo más patente de la victoria sobre los otros pueblos de la cuenca mediterránea que colocar a las deidades vencidas en una posición subordinada con respecto a las victoriosas. Este procedimiento donde el patriotismo se une a la devoción, de por sí ya implica preparar conceptualmente al romano para aceptar la existencia de otras divinidades y a preguntarse por el lugar que ocupan en el universo. La admisión de la existencia de las deidades foráneas y la religiosidad basada en relaciones de reciprocidad son dos características que hemos de considerar junto a la “especialización” de las divinidades según advocaciones que solían ser bastante precisas. Tenemos una cuarta característica que completa el cuadro: el espíritu eminentemente práctico del romano.

No es verdad que la religión romana no proveyera de apegos comunitarios a sus cultores. El tradicional culto familiar definía claros sentimientos de pertenencia y permitía la integración grupal, pero cuando la república rural se expandió para llegar a constituir el imperio urbano, las prioridades familiares se pusieron en función de las estatales. Por un lado operaron mecanismos de integración religiosa a nivel nacional, entre los cuales se destacan los cultos joviano y marciano, a los que se agregó más tarde el culto al emperador. Por otro lado la estructura familiar fue afectada por cambios culturales aparejados a la creciente vida urbana. Entre estos, el advenimiento del liberalismo erótico iba en contra de la moral familiar y hubo quienes vieron en el divorcio y los burdeles la evidente decadencia de los valores tradicionales. En consecuencia, una segunda hipótesis plantea que los mecanismos religiosos que hasta ese momento proveían de afectos y sentido de pertenencia entre los romanos se debilitaron o alteraron junto a la estructura familiar tradicional y que esto fue resultado de los cambios socioculturales sufridos por la urbe entre los siglos II a.C. y I d.C. Esta fue la coyuntura en que los cultos orientales proveyeron al romano del sentido grupal y de los afectos necesarios en cualquier sociedad sensible a lo religioso. A estos se agrega un rasgo del que carecía la religión grecorromana y poseían cultos como el cristianismo: las esperanzas de ultratumba, tal como acertadamente plantea Vidal (2001).

Como podemos imaginarnos, los cultos orientales llegaron de la mano de esclavos, veteranos de las legiones y comerciantes. En el contexto romano el politeísmo implicaba la preparación conceptual para que se aceptara los cultos a Mitra o Isis sin que hubiese mayor conflicto con el culto a Júpiter o al emperador, pero con la condición que se reconociera la subordinación de aquellos con respecto a estos. La religión grecorromana ofrece antecedentes de divinidades extranjeras que ocuparon un lugar entre los dioses nacionales. Se sabe corrientemente que Artemisa provino de Asia y que desde las costas de la península de Anatolia pasó a Grecia continental. También se especula acerca del origen etrusco de la diosa Juno, nada menos que la esposa de Júpiter. El sistema politeísta ofrecía la posibilidad de fusionar o separar deidades sobre la base de sus atributos. Tal como hemos señalado, las acciones de culto buscaban el equilibrio entre los favores concedidos por las deidades y los rituales desarrollados. Desde una perspectiva émica, los dioses que no se mostraran pródigos perdían popularidad y también al revés. Pero desde una perspectiva estructural, la aceptación de determinadas deidades y el aumento de sus seguidores claramente obedecían a factores, necesidades y condiciones socioculturales.

De este modo el romano podía seguir devotamente tanto al culto oficial como a los recién llegados dentro de un ambiente plural y a veces desconcertante, pesando el rechazo que la nueva situación provocó entre los miembros de la aristocracia. Sin embargo este sector de la sociedad acogió al estoicismo, filosofía que permitió renovar valores tradicionales que letrados como Catón o Tácito miraban con nostalgia. Frente a esta realidad, el cristianismo constituyó una solución a las necesidades sociales distinta al tipo de integración descrito y se expandió siguiendo las redes sociales de comerciantes judíos de habla griega a lo largo del Mediterráneo (cf. Jaeger, 1975; Stark, 2001. Independiente de su penetración en otros sectores de la sociedad hemos planteado la hipótesis de que la alianza entre el poder político y la subcultura cristiana se relacionó con el ascenso social de la burguesía (Calvo, en prensa).

En sectores no cristianos la estructura conceptual politeísta hizo del paganismo una solución plástica para las necesidades religiosas del mundo romano y estuvo en constante adaptación a los vaivenes del Imperio, a tal punto que el desalojo de las estructuras de poder hubo de pasar por decretos explícitos de las autoridades cristianas. Incluso así mostró la capacidad para fusionarse a la nueva religión y expresar su vitalidad durante los períodos siguientes, especialmente en los medios rurales, en referencia a lo cual se estableció el adjetivo "pagano" para referirse a la gentilidad romana (paganus: paisano). La plasticidad y el arraigo popular del paganismo ha quedado indesmentidante demostrado a lo largo de la historia occidental. Lo podemos constatar en las devociones populares marianas, en las procesiones de los santos patronos, en las tiendas de artículos religiosos, en la imaginería de templos, en los mármoles de algún cementerio, y, especialmente, en el cristianismo estoico propugnado por las élites católicas de los países de lengua romance.


Referencias

Calvo G. Los orígenes del Cristianismo: una mirada antropológica. Manuscrito en posesión del autor.

De Waal A. Introducción a la antropología religiosa. Traducido por Grupo Cicer, editorial Verbo Divino, Navarra.

Jaeger, W. 1975. Cristianismo primitivo y paideia griega. Fondo de Cultura Económica. Méjico D.F.

Vidal, G. 2001. Retratos de la antigüedad romana y la primera cristiandad. Editorial Universitaria, Santiago.

Vidal, G. 2004. Retratos del Medioevo. Editorial Universitaria, Santiago.

Sunday, August 17, 2008

Raíces burguesas del cristianismo y del Imperio bizantino: tres hipótesis.

La información cuantitativa siempre es útil para lograr una imagen global del fenómeno social que sea y el que nos convoca no escapa a esa regla. J. Comby (2003) admite que la mayor parte de Occidente no era cristiano en vísperas del Edicto de Milán, por su parte R. Stark (2001) plantea que el año 300 d.C. la población cristiana bordearía el 10% del total de habitantes del Imperio y que el año 350, con posterioridad al gobierno de Constantino recién superaría el 50%. Se acepta lógicamente que las provincias orientales tuvieron mayor presencia de población cristiana dado que desde un comienzo la evangelización tuvo mayor desarrollo en ellas, especialmente Asia Menor. Stark (op. cit.) plantea que el cristianismo se expandió por la red social de los judíos de habla griega diseminados por el Mediterráneo Oriental. Estos pertenecían a la clase media y alta dentro del Imperio. Incluso en este punto he llegado a plantear que los viajes de comercio propios de los comerciantes judíos habrían sido el principal vehículo para la Evangelización y la circulación de epístolas (Calvo, en prensa). Esta situación respondería a un patrón de flujo informativo asociado al comercio marítimo que en el Mediterráneo se hallaba en funcionamiento con mucha antelación a la aparición del cristianismo.

La primera hipótesis dice que el ascenso y expansión de una burguesía cristiana de habla griega y étnicamente vinculada a los judíos fue función del desarrollo del comercio, especialmente portuario y que las persecuciones del siglo III pueden constituir un mecanismo natural de defensa del statu quo por parte de una aristocracia étnicamente romana y claramente apegada a sus valores tradicionales, entre los que evidentemente se encuentran los religiosos. Esta aristocracia controlaba el Imperio en alianza con la romanidad rural de provincias como Italia, Galia e Hispania y con todos los estratos de lengua latina en Roma. Por consiguiente, debemos hacer dos consideraciones: la primera que el paganismo estaba profundamente arraigado en todos los dominios de la cultura de habla latina y la segunda que la alianza entre Constantino y el cristianismo podría expresar el arreglo entre el poder militar y la burguesía ascendente. Esta última consideración corresponde a la segunda hipótesis.

Cuando Constantino queda en el poder tras las luchas contra Majencio y Licinio se hace de los dos elementos que un gobernante requiere para estabilizar su autoridad tras una guerra civil: la fuerza militar y el apoyo de un sector de la sociedad. En este caso los cristianos, minoritarios pero bien organizados. La alta aristocracia romana, toda la burocracia y los habitantes del palacio imperial seguían siendo paganos de habla latina. En un imperio donde más de algún gobernante había caído anteriormente bajo un golpe palaciego, un romano de provincia simpatizante de un culto oriental de habla griega tuvo suficiente olfato para percibir la hostilidad potencial del entorno. La fundación de Constantinopla pudo responder a esta situación. (cf. Candau, 2008) y en tierras helespontinas Constantino se hallaba en medio de una región intensamente evangelizada. Además la constitución de una red de asentamientos y vías entre la “Nueva Roma” y dos fronteras importantes, el Danubio y el Eufrates, facilitaban el control sobre los cuadros militares y los medio de comunicación. Tierras cristianas, eficiencia en el control del espacio y empoderamiento de la burguesía comerciante, con su paulatina transformación en aristocracia bizantina son elementos a los que se añaden el desarrollo agrícola en Asia Menor y que definen la pauta para los siguientes mil años: un imperio católico firmemente asentado en el poder de Constantinopla. En la concreción de este proyecto Roma y su aristocracia no sólo eran innecesarios, sino que a la larga incompatibles. Incluso podríamos pensar que la misma rivalidad entre burguesía helenoparlante y aristocracia romana que anteriormente había determinado las persecuciones, determinará en última instancia el cisma de la cristiandad, o sea, la separación entre un catolicismo romano y un catolicismo de oriente, impropiamente llamado ortodoxo. Este proceso se volverá paulatino apenas la aristocracia romana recibiera el bautismo y "contaminara" de cultura latina a una religión originaria del Mediterráneo oriental. En eso consiste la tercera hipotesis.

Las rutas comerciales que difundieron al cristianismo son las mismas que garantizaron la hegemonía económica del Imperio romano-oriental durante el Medioevo. Las redes de difusión evangélica no fueron otra cosa que los planos sociales del edificio bizantino, bastaba con que el poder lo descubriera para construirlo y con que a la larga uno de los cinco elementos anteriormente mencionados desapareciera para demolerlo.


Referencias

Calvo, G. Los primeros cristianos: una mirada antropológica. Manuscrito en prensa.

Candau, J. M. 2008. El nacimiento del Imperio cristiano: Constantino. Revista Historia de National Geographic, 66-74.

Comby, J. 2003. Para leer la historia de la Iglesia. Editorial Verbo Divino, Pamplona.

Stark, R. 2001. El auge del cristianismo. Editorial Andrés Bello, Santiago.

Saturday, August 16, 2008

Antropólogues sociales

Se nos ha acusado de menospreciarles. Nunca ha sido la intención minusvalorar al antropólogue como sujete constructer de conocimiente. Discriminar no nos interesa, incluso nos declaramos en contra de la discriminacién de génere en el castellane, tal como me inspiró una miembre feminista de dicho gremie y cuyes ojes inquisidores han pasado por este blog.

El desprecie nunca ha sido le actitud verdadere, salvo cuando, dentro de una gama mayor de antropólogues sociales, se ha debido sufrir con minoritaries especímenes bajo la forma de ayudantes o académiques. En cambie el sentimiente verdadere corresponde a un anhele que paulatinamente hemos visto en la realided: recientes egresedes y maestres verdaderes han ido superando les males endémiques del gremie. Estes son: la pobrece de contenides, la generación de conocimientes de escasa utilided y la crítique fácil que corresponde a tode juicie realizado sobre sobre informaciones inválides.